La joven que recitaba leyes en su buhardilla
Será imposible concluir si el registrador de la propiedad José Blesa, mientras firmaba su último aliento en el lecho de muerte, pudo desearle a su hija que fuera valiente en la vida. Y será imposible porque Beatriz, aquella niña que lloraba la pérdida del que fuera su cariñoso héroe, murió en Murcia en el año 2001 sin que nunca se contara esta historia, que es la suya. Sin embargo, la pequeña conseguiría un logro luminoso como su intelecto: convertirse en la primera mujer registradora de la Propiedad. En otro país, le hubiera valido al menos el nombre de una calle. Y acaso alguna página en los anales locales. De lo segundo, que lo primero es garbillar agua, nos encargamos hoy.
Beatriz Blesa Rodríguez nació el 10 de diciembre de 1914 en Huércal-Overa (Almería). Era la cuarta de los diez hijos que tuvo María Rodríguez Navarro y José Blesa Camacho, quien era abogado y se convirtió en oficial del Registro de la Propiedad con apenas 35 años. El futuro de la familia parecía asegurado, hasta que José falleció de repente y su esposa quedó a cargo de los diez hijos. Pero no se arredró. Su empuje le permitió sacarlos adelante. Y aún darles estudios a todos.
Las estrecheces económicas obligaron a Beatriz a buscar un empleo para costearse la carrera. Porque ella, como su padre, quería estudiar leyes. Aunque tendría que hacerlo contra aquella sociedad que solo consideraba un libro adecuado y saludable para las mujeres: la Biblia. Y con serlo, como pensaba ella, había otros muchos que conocer.
Como improvisada profesora, Beatriz recorrió los pueblos de su comarca, valiéndose de una carreta, para enseñar a los niños las primeras letras. Y cuando concluyó el bachiller, en 1933, intentó matricularse en la denominada Universidad Literaria de Murcia. Apenas dos años antes, en 1931, se había autorizado a las españolas para ser notarias y registradoras de la Propiedad.
En mayo de 1933, la Facultad de Derecho publicó en «La Verdad» la lista de admitidos. Incluía la relación un gran párrafo de nombres masculinos. Entre ellos se encontraba también un hermano de la joven llamado Pedro. Sin embargo, tras un punto y aparte, los responsables académicos citaban a Beatriz y advertían: «Esta matrícula no podrá formalizarse sin la presentación del título de Bachiller». Era solo la primera piedra que habrían de poner en el camino de esta joven que atesoraba una mente brillante, como pronto resultó evidente.
La carrera de Derecho, cuando al fin no tuvieron más remedio que admitirla, la realizó por libre, acudiendo a la facultad solo para examinarse. Por eso tuvo antes la precaución de copiar, a mano, todos los libros de texto que luego devoraba en su casa de Huércal-Overa.
Como tenía por costumbre estudiar en la llamada sala de la vivienda, ubicada en la primera planta, algunos vecinos aseguraban que se había vuelto loca. «Se pasa las horas allá arriba, hablando sola. ¡Y no se entiende nada de lo que dice!», contaban las ancianas por las esquinas.
Beatriz lo comprendía todo a la perfección. Tanto, que los profesores que luego la examinaban quedaban boquiabiertos ante la precisión, claridad y discernimiento de aquella jovenzuela ante el tribunal. Muchos ancianos maestros, apartando ante la evidencia sus perjuicios, reconocieron que la estudiante era de las mejores que habían conocido en sus vidas.
Una vez concluidos los estudios, Beatriz sintió más cercano el sueño de convertirse en registradora. Pero había un problema casi insuperable: nunca antes una mujer ni siquiera se había atrevido a presentarse a unas oposiciones en esa materia. El ámbito laboral de las mujeres de la época quedaba reducido a la educación de sus hijos, las labores domésticas y la agricultura. Ahí es nada. Alguno añadiría como cuarta ocupación el aguantar al marido.
Concluida la Guerra Civil, la recién licenciada en Derecho tuvo la osadía de comenzar a prepararse las primeras oposiciones que se convocaron. De nuevo, frecuentó su buhardilla. Y, también de nuevo, las ancianas del lugar creían que, como venían advirtiendo desde hacía años, Beatriz estaba loca de atar. Porque si antes no comprendían aquella letanía de artículos de los códigos, la retahíla de normas que ahora la joven recitaba no dejaba lugar a dudas: como una cabra.
Desconocían, por cierto, que Beatriz empleaba ese método para pulir su dicción, que devino en espléndida a los pocos meses. Nunca olvidaría aquella mañana en que, ante el tribunal examinador, comenzó su intervención mientras algunos la observaban con desdén. Sin embargo, apenas iniciado el examen, las agrias expresiones del jurado se trocaron en gestos de asombro.
Todos aquellos hombres tan estirados, puestos en pie, le dedicaron una larga ovación cuando concluyó el examen. Y Beatriz se convirtió en la primera mujer registradora de la propiedad. Por añadidura, fue la número uno de su promoción, claro.
Conseguido su propósito, aún tuvo que sortear otro inconveniente tan injusto como inesperado. El mismo Estado que había reconocido su excelencia, la obligaba a no ejercerla. El argumento, inaudito, era su minoría de edad. Ella aguantó. Hasta que logró cumplir su sueño y recibió diversos destinos: Belorado (Burgos), Purchena (Almería) y, en octubre de 1967, cuando estaba en Novelda (Alicante), se le adjudicó el registro de Caravaca de la Cruz, hasta que recaló en Murcia, donde se jubilaría con honores.
Sus primeros destinos fueron terribles. Tanto por el escaso sueldo como por la lejanía de su familia, a la que enviaba cuanto dinero ganaba. Sin olvidar aquel duro clima de Burgos.
Beatriz nunca tuvo tiempo para casarse. Su familia y su trabajo ocupaban su mente y su corazón. Y al frente del único Registro de la Propiedad que había entonces en Murcia siguió demostrando su valía. Méritos que le valieron la concesión de la Cruz Distinguida de Primera Clase de la Orden de San Raimundo de Peñafort cuando se jubiló, el 18 de diciembre de 1984.
Beatriz fue impulsora de becas para estudiantes e incluso dotó con 100.000 pesetas del año 1983 la convocatoria de un premio de investigación del Colegio de Abogados. Sin contar que hasta asumía los gastos de los entierros de algunos empleados y realizó cuantiosas donaciones para causas benéficas, tanto a las monjas murcianas de la Caridad, que bien pueden rezar por ella, como al asilo de ancianos de Huércal-Overa, donde tampoco le han dedicado ni un callejón. Y es que, quizá por su cercanía, aquella localidad, como Murcia, también es catedrática. Pero no en Leyes: en Desmemoria Aplicada.