El extraño caso de la murciana incorrupta
A Úrsula Micaela Morata, aunque nadie dudaba de que estaba más que muerta, nunca llegaron a enterrarla. Primero, porque su fama de santidad era tal que tuvieron que extender el velatorio durante seis días. Y segundo, porque concluido aquel plazo, las hermanas capuchinas que cuidaban el cuerpo descubrieron que aún estaba caliente y flexible. Así que esperaron y esperaron mientras un olor a nardos, de tanto en vez, inundaba la estancia. De eso hace más de tres siglos.
Aunque la religiosa goza de gran predicamento en Alicante, donde sucedió esta historia, apenas a unos cuantos kilómetros, en esta Murcia de la desmemoria, pocos saben que una de sus paisanas atesora tan grande biografía.
Grande y curiosa. A sor Úrsula se le atribuyen toda suerte de prodigios, entre los que figuran los milagros, levitaciones, visiones, ataques físicos del demonio y hasta experimentó la bilocación que supuestamente le permitía estar en dos lugares al mismo tiempo. Sin olvidar el don de profetizar, por ejemplo, un desbordamiento del Segura a su paso por Murcia. Incluso el rey Carlos II, Mariana y Juan José de Austria mantuvieron correspondencia con la murciana. Sor Úrsula, como es fácil imaginar, no nació monja. Pero sí lo hizo en Cartagena el 21 de octubre de 1628. Era la menor de trece hermanos, de padre italiano y madre madrileña, una familia acomodada que se sumió en la tragedia cuando la pequeña Úrsula, con apenas tres años de edad, perdió a sus progenitores.
Cuentan las crónicas que, desde muy niña, experimentó episodios místicos. El primero de ellos, cuando contaba cuatro o cinco años y la viruela casi acaba con su vida. Mucho tiempo después, al relatar su autobiografía, habría de escribir que sintió «una inmensa claridad y luz divina» que le llevó incluso a pensar que «estaba ya en la gloria».
De sueño en sueño, llegó a profetizar la muerte de un sacerdote vinculado a la familia y que, como aseguró la joven, le había anunciado que acababa de morir. Desde ese instante, asombrada por su acierto, abandonó a su novio e ingresó en el convento de las Capuchinas de Murcia, el que fundara la beata María Ángela Astorch, otra murciana que atesora una historia digna de contar. Y, por cierto, su cuerpo también se conserva incorrupto en el convento del Malecón.
Sor Úrsula hizo sus votos en 1647 y se convirtió en religiosa. Pero poco habría de durarle el tiempo de la contemplación. Solo un año después, una terrible epidemia de peste la convirtió en improvisada enfermera. Y apenas se había restablecido la comunidad del terrible percance, la célebre riada de San Calixto, en 1651, obligó a las monjas a abandonar su convento, lo que a Úrsula casi le cuesta, además, abandonar la fe.
Acertado anduvo su confesor en aquel tiempo, pues le ordenó que luchara contra la «noche oscura del alma» escribiendo su autobiografía. De hecho, desarrolló una mística paralela a Santa Teresa de Jesús. Tan entregada estuvo a esta tarea que pronto protestaron el resto de religiosas. Algunas, aterradas por las levitaciones y profecías, llegaron a denunciarla ante la Santa Inquisición. No es de extrañar. En cierta ocasión avisó a una familia de que su hijo, soldado en las guerras de Sicilia, acababa de llegar al puerto de Cartagena y debían ir a recogerlo. Allí estaba el joven.
En 1672 se trasladó a la ciudad de Alicante para fundar un convento, del que sería primero vicaria y luego abadesa hasta su muerte, el 9 de enero de 1703. Ya entonces tenía, aparte de 75 años, fama de santidad. Murió mientras sujetaba un crucifijo, que las hermanas intentaron quitarle para amortajarla. Pero parecía imposible. Hasta que le pidieron que abriera la mano. Y lo hizo. Además, los médicos registraron que el corazón, ya muerta varias horas, permanecía caliente y que un olor a rosas inundaba la celda.
Cumplidos los seis días de velatorio, la comunidad decidió no sepultar el cuerpo hasta que presentara signos de corrupción. Pero los años no parecían pasar por sus carnes. De hecho, en 1742, casi cuatro décadas después de la muerte, el obispo de Orihuela ordenó que el cadáver se conservara en un arca.
El proceso para la beatificación de la religiosa comenzó en 1984, promovido por el entonces obispo, Pablo Barrachina, y concluyó en el año 2009. Corresponde ahora al Vaticano conceder o no la santidad a la murciana. Ese mismo año se sometió el cuerpo a un exhaustivo análisis forense que demostró cómo el proceso de momificación natural de la religiosa «es verídico y realmente ocurrió».
Los científicos no lograron aclarar los motivos, si bien demostraron que en los restos no había vida microbiana. El análisis fue dirigido por Fernando Rodes Lloret, jefe de Servicio de Clínica Médico Forense del Instituto de Medicina Legal de Alicante, junto a otros diez especialistas en los campos Antropología Forense, Odontología Forense, Entomología Forense, Radiología y Microbiología.
El estudio añadió que el cuerpo se encontraba, dentro de un orden, en buen estado. A pesar de que durante la Guerra de Sucesión, allá por el año 1706, le ataron una soga al cuello y lo arrastraron por las calles de Alicante. Y otra profanación sufrió el 11 de mayo de 1931, cuando una turba enloquecida saqueó el convento. Por suerte, fue posible rescatar los cuadernos biográficos de la religiosas y algunos documentos que narran la increíble historia de esta mística murciana, tan similar – aunque menos profunda – a la de sor Juana de la Encarnación, otra religiosa murciana cuya obra alcanza cotas literarias tan asombrosas como el olvido al que ha sido sometida.