Sor Juana de la Encarnación

Religiosa

Una Santa Teresa en el corazón de Murcia

Aún queda por esclarecer por los doctores la aportación que a la mística española hizo una murciana, acaso no tan anónima entre los expertos en la materia, pero desconocida por muchos. Pero su vida y obra la convierten en una de las pocas religiosas que, por dedicarse a su auténtica vocación, exigió al Papa que la dispensara de gobernar un convento: el de las Agustinas Descalzas de Murcia.

Juana de Tomás-Montijo y Herrera nació en Murcia el 17 de febrero de 1672, hija de un matrimonio que regresó de las Indias. Desde muy niña mostraba cierta atracción por los asuntos religiosos, hasta el extremo de recriminar a su madre porque, cierto día, le había negado la limosna a un pobre a pesar de las muchas riquezas que había cosechado la familia en América. Pronto la pequeña destacó en el estudio del latín y el conocimiento del catecismo, lo que permitió que recibiera la comunión a los nueve años, fecha temprana para le época.

Juana, al poco tiempo, enfermó y tanta era su gravedad que incluso recibió la unción de enfermos, temerosa la familia de que muriera. Todavía convaleciente y con apenas once años de edad, un joven intentó cortejarla, lo que provocó en ella cierta relajación en las costumbres piadosas que observaba. Pero, según confesó más tarde, en la víspera del día de la Encarnación, escuchó la voz de Cristo que la animaba a seguirlo. Y, al instante, pidió ingreso en el convento del Corpus Christi que las Agustinas mantenían en la ciudad.

A pesar de las reticencias de la madre, quien se había casado en segundas nupcias y exigió que varios sacerdotes cuestionaran tan temprana vocación, Juana se convirtió en agustina descalza en 1688. Durante un tiempo, por su carácter detallista comenzó a destacar en el convento como hermana ropera y su vocación se resintió. Hasta que un día, ante la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, actual titular de la Cofradía de Jesús, sintió su vocación redoblada.

Durante varios años consagró su vida a la penitencia, sufriendo incontables dolencias que ocultaba a las hermanas, a pesar de que, en diversas ocasiones, le impusieron de nuevo la unción de enfermos porque temían por su vida. La religiosa sufrió el silencio de Dios, como tantos ascetas, durante varios años. Está documentado que cuando tenía 26 años padeció un cáncer de pecho.

Al someterse a los cuidados de las monjas descubrieron que su espalda estaba llagada de cardenales, fruto de la penitencia. Otra vez sintió la tentación de abandonar el convento, impulso que saldó con una emotiva carta a la virgen, que firmó con su propia sangre. Las descripciones que en obras de la época se conservan sobre las excesivas penitencias de la religiosa son asombrosas.

Cilios de cuerdas y clavos o alfileres, pues de vidrio, espinos y clavos retorcidos sangraban sus espaldas. Junto a estos instrumentos, que incluso prohibió la iglesia, se sumaban alambres y cruces con púas que aplicaba a su pecho, espaldas y muslos, sin contar la cera ardiente.

Curada de aquel mal, otros la aquejarían mientras se dedicaba al carisma de enfermera, que le permitió conocer, según diversos testimonios, si las almas de quienes morían entraban o no al cielo. Pasado un tiempo y nombrada sacristana, una

hermana la sorprendió levitando, lo que provocó que le exigiera a aquella religiosa que jamás contara lo que había visto.

Más tarde, como tornera, cundió la fama de que sabía aconsejar con destreza a cuantos se acercaban. Así que a nadie extraño que la nombraran priora en 1711, cuando contaba 39 años. Y se hizo por imposición del célebre cardenal Belluga, quien la obligó en que aceptara el cargo a pesar de que ella consideraba que era indigna del nombramiento. De nada sirvieron sus excusas para admitir aquella dignidad, que decía sobrepasarla. Pero Sor Juana no se arredró. Hasta que logró que Roma, por encima del omnipotente monseñor, la dispensara de aquella responsabilidad.

Durante su oficio de tornera, según las crónicas, fue visitada por Cristo en forma de mendigo y de niño, correspondiendo ella con la tradicional limosna que siempre se multiplicaba, en aquellos y otros casos, a pesar de los escasos recursos.

Sus últimos cuatro años de vida se dedicó a ejercer el puesto de maestra de novicias mientras su confesor, el jesuita Luis Ignacio Zeballos, le impuso de penitencia escribir sus experiencias. No adivinaba el sacerdote – o caso sí – que legaría para la posteridad una espléndida obra mística, incluso superior a otros autores más reconocidos por la historia que ella. Entretanto, cuando se edifica el actual convento de las Agustinas, la venerable hermana denunció ante el obispo, José Tomás de Montes, la suntuosidad del edificio que se construía. No le hicieron caso.

Concluida su obra, una nueva enfermedad la atenazó. Creyeron las hermanas que, después de tantas dolencias, era una prueba más a su espíritu. Pero ella reclamó la presencia de su confesor porque intuía la cercanía de la muerte. Hasta el obispo, Francisco de Angulo, acudió a visitarla y, no sin sorpresa, la monja, tras revelarle que se moriría, le advirtió que a él tampoco le quedaban muchos días en esta tierra. Así fue.

En sus últimos años redujo su alimentación a una pequeña ración diaria que condimentaba con hierbas amargas y ceniza, cuando no comía cáscaras y hasta el pienso de las gallinas, para mayor suplicio. Como otra forma de penitencia pasaba horas en oración sin espantar siquiera a las moscas y mosquitos que hasta le entraban en la boca.

Su combate con el demonio también fue legendario. Algunas veces, cuando se disponía a confesar, la lengua se le hinchaba impidiéndole pronunciar palabra. O cuando se disponía escribir llenaban su celda enjambres de murciélagos y abejas. Sin embargo, a igual ritmo creían los prodigios: las mariposas de aceite a su cargo ardían por días sin que las cebara, continuaban las levitaciones y las curaciones de otras hermanas a las que cuidaba.

Sor Juana murió a los 43 años de edad en 1715. Ya entonces la consideraban la Santa Teresa de Murcia. Su confesor ordenó y publicó los escritos de la religiosa, convirtiéndola en la más destacada autora de las Agustinas y en cuya producción destacan tres obras: ‘Pasión de Cristo’ (Madrid, 1720); ‘Dispertador del alma religiosa’ (Madrid, 1723) y ‘Vida y virtudes, favores del cielo, prodigios y maravillas’ (Madrid, 1726). Diversas ediciones y trabajos sobre su vida y obra componen una bibliografía tan desconocida como su propia vida.